
Apunte de El Pilar de Zaragoza,
Samanta decidió por fin salir de casa.
Se vistió con sus mejores galas, de una forma coqueta.
Era hora de enfrentarse a su mayor temor.
Hacía mucho tiempo que no sentía el calor que los rayos del sol producían sobre su piel.
Abrió la puerta de casa, cabizbaja, con cierto pudor. Era tanto el tiempo que había estado sin salir...
Tapándose los ojos, levantó un primer pie para posarlo delicadamente sobre el asfalto.
Su cuerpo se llenó de sensaciones que un día creyó perdidas.
Posó el otro pie, y aquello fue algo maravilloso para Samanta. Estaba en la calle. Había vencido.
Sus miedos habían desaparecido.
Se dirigió hacia el metro. Introdujo el ticket. De pronto sus largas piernas se paralizaron, comenzó a sudar. Aquél atuendo que portaba, el cual le había costado tanto decidir, estaba empapado. Sentía desvanecerse, quería echar a correr, desaparecer del metro y volver a su casa.
De repente siente una cálida mano posarse en su hombro. Samanta se gira, pero no ve más que a gente pasarle por un lado y por otro, bajando apresuradamente las escaleras mecánicas.
Vuelve a notar esa presencia, pero esta vez a través de un susurro. Ella entiende: “pequeña, no tengas miedo, yo siempre estaré ahí, contigo”.